Debí haberlo matado, pero cuando tuve la mejor oportunidad, dudé.
Soy César Landauri, ex – infante de marina, ex - esposo, ex – profesor de gimnasio y ex - persona.
Manejo
multitud de armas con gran destreza y aprendí a matar sin dejar
rastros. Fue importante adquirir ese bagaje de asesino porque combatí en
el frente externo en una pequeña guerra (pequeña porque duró pocas
semanas) y en el frente interno contra el terrorismo. No tengo ningún
remordimiento en matar. Soy un profesional de la guerra.
En el
servicio de Inteligencia, mis jefes me encargaron eliminar al Comandante
Salvatierra porque con sus debilidades ponía en peligro a todo el
sistema. Sus debilidades eran las clásicas que ustedes conocen: las
mujeres, el licor, la cocaína y …los hombres (sí pues, al más macho de
la Marina del Perú, le gustaban los reclutas, aquellos efebos que lo
hacían gruñir de placer).
Yo era su adlátere, su chofer, su
mayordomo, su secretario, su sombra. Compartíamos muchas horas juntos,
muchos secretos y si me permiten develar uno, compartíamos a su mujer.
La primera vez que comí la fruta del jardín prohibido ocurrió cuando lo
traje a su casa (una mansión en uno de los mejores distritos de Lima,
signo exterior de riqueza que delataba que cuando era jefe de la zona de
emergencia en la selva peruana, obtuvo pingües ganancias en alianza con
los narcotraficantes de la zona. Los narcos lo habían declarado hijo
predilecto, mi hermano del alma, pataza y lo forraban en dólares y en
cocaína para su consumo), estaba ebrio y lo ingresé hasta su habitación
cargado. Nos había recibido Gabriela, su esposa, una diosa de 40 años,
en una discreta bata transparente de color melón que me dejó atónito. Se
puso roja de ira o de vergüenza. Al final me dijo gracias César, por
favor no te vayas, te invito un trago. Yo me sorprendí y luego de un
análisis bélico de la situación accedí. Me sirvió wiskhy con hielo, ella
se sirvió otro tanto y se sentó frente a mí. Estaba con la bata que se
resbalaba de sus poderosos muslos y dejaba un camino para la imaginación
que iba a exacerbar el bendito licor. Me dijo que estaba harta, que no
tenía vida marital, y tenía que soportar las humillaciones de sus
vicios. Y tenía un gran temor de contraer Sida porque ya lo había
descubierto con amantes masculinos. Se le habían perdido unas batas y
ella pensaba con mucha buena fe que era porque se la regalaba a sus
amantes féminas de mala muerte hasta que una vez regresó a su casa de un
viaje, días antes de lo previsto y encontró a su marido el comandante
Salvatierra, el más macho de la Marina del Perú, vestido con su bata
melón en arrumacos con un joven atlético de corte militar. El esposo la
gritó y le dijo lárgate, no hagas escándalo. Tú no has visto nada y otra
vez avisa si vas a venir antes.
Gabriela sirvió la segunda ronda de
licor y puso música. Me dijo César, hace tiempo que no bailo, podemos
bailar. Señora, le dije, yo no sé que hacer. Ella me tomó de la mano
para bailar y me dijo, no me llames Señora, llámame Gabriela. La sala
era grande, su culo era grande, sus tetas eran grandes y mi deseo
empezaba a crecer para alcanzar esos tamaños. No quise ser imprudente y
por si acaso la dejé tomar la iniciativa, no vaya a ser que un marino
(el colmo) se lance a la piscina sin agua. Bailamos al compás de una
música y se me acercó como la serpiente del paraíso. Mi serpiente ya
pasaba de gel a sólida. Gabriela me dijo estoy desesperada César, con
una voz que me erizaban los pelos y se puso a llorar en mi hombro.
Necesito sentirme mujer y a alguien que me haga sentir mujer. Luego me
besó furiosamente y comenzó a resbalar por mi pecho para pintar con su
saliva cada centímetro de mi piel. Con ello cumplía el ritual de la
adoración y luego se prendió del mástil que acostumbro llevar siempre
conmigo, y sentí un vacío de succión que me desorbitó, me sentí en el
infierno total, porque allí es donde están los placeres máximos. Y
Gabriela seguía en un intento obsesivo de succionar una savia vital que
yo debía proporcionarle. Ese día me enseñó como es que una mujer puede
ser declarada Perita en ese difícil arte, sin temor a endilgarle ese
merecido título. Finalmente inundé sus labios con el icor que buscaba y
gritó, se jaló los cabellos, me hundió las uñas, me mordió. Luego fue al
baño y al regresar me dijo César, gracias, no sabes cuánto ha
significado esta noche para mí. He vuelto a vivir. Hasta había pensado
en suicidarme.
Desde hace años sueño que me violan, me acorralan
varios desconocidos pero cuando van a violarme, nunca ocurre el evento y
me despierto mojadita y como casi nunca está mi marido me dedico a
disfrutar de los placeres individuales, egoístas, onanistas.
Después
tuvimos innumerables encuentros en su casa, en su cocina, en la
escalera, en la biblioteca, en la piscina. Me pedía que ingrese en ella a
la fuerza, le excitaba la violencia. Cada vez me sorprendía gratamente,
me trataba como rey. Se arreglaba y se ponía mucho más bonita para mí.
Alguna vez le compré un vestido, y me dijo, esto merece un strip tease,
puso luz de penumbra, música suave y se movió como una puta sólo para
mí, se quitó su vestido y luego se puso, con un exquisito arte de
cabaret, el vestido que yo le había traído. Luego lo destrozamos para
dar rienda suelta a nuestros más bajos instintos. Eso, con los más bajos
instintos se llega a las cumbres más altas en el sexo y en el amor.
Pero les diré que no todos los vestidos que le regalé los destrozamos
juntos, algunos los destrozó ella sola cuando pensaba en mí y los
horadaba ferozmente en un intento poético de recrear un estupro total.
Cuando
éramos una pareja total, y nuestra felicidad solo era empañada por la
presencia inoportuna del comandante Salvatierra, ella me pidió que lo
matara, me dijo que él tenía un buen seguro de vida y con eso podríamos
vivir felices para siempre.
En verdad él nos estorbaba. Yo tenía
todas las ventajas, conocía todos sus movimientos. Lo traía, la mayoría
de veces, inconsciente a su casa. Estaba fácil. La idea era matarlo sin
dejar huella. Entonces aparentemente desde todos los frentes la orden
era matarlo.
Mis jefes me prometieron que podían desaparecerlo,
primero yo lo mataba, luego ellos se encargaban de incinerarlo en un
hornito y luego esparcirían las cenizas en alguna carretera. A la mierda
con el quinto mandamiento.
El día llegó, estaba decidido. Pero
extrañamente mi conciencia apareció para estorbar mi frialdad. Cómo era
posible que yo le fallara al comandante así, tan deslealmente. Yo ganaba
un buen sueldo como su asistente y mi trabajo no era pesado. Hubo
épocas en las que fuimos amigos y alguna vez me aconsejó en alguna
encrucijada personal. Si mis jefes querían que muera el Comandante
¿porque me encargaron precisamente a mí esa tarea? Y lo peor de todo es
que me convenía que muera para ser felices con Gabriela. Empecé a
cuestionar mis principios, la moral, la ética.
Él confiaba plenamente
en mí y además siempre iba armado con una pistola. Debía tomar mis
precauciones. Lo iba a matar de un tiro en la nuca en una carretera
desolada porque ese día me había pedido que lo lleve a su casa de campo.
Seguro que tenía alguna cita con una chica o un mancebo. En el camino
me dijo César te doy un datazo, para tener un buen sexo, embadúrnate la
cabeza del pene con clorhidrato y también a la vagina de tu pareja. La
idea es que se van a anestesiar esas zonas y van a tener la sensación de
tener unos genitales inmensos y eso les va a permitir un máximo placer.
Le dije gracias mi Comandante, los tomaré en cuenta. Mientras yo
pensaba, el Comandante pensando en placer y yo en el tiro en su nuca.
Pero las cosas ocurren de otras maneras a cómo las planificamos. Yo
cometí un craso error ,subestimé al Comandante.
Debí haberlo matado pero no tuve el alma de asesino para hacerlo y hoy, que paradoja, soy apenas un alma.
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