Carlitos entró excitado y corriendo a su casa de la
calle Alfonso Ugarte en Sullana, una ciudad del norte del Perú. Buscó a
su mamá Tarcila que en ese preciso instante se hallaba cocinando un
plato de cau cau (vísceras de estómago de res en guiso), el plato
preferido de él. Y le dijo, mamita debo decirte un secreto: Don Pedrito
es un santo. Su mamá sonriendo le dijo ¿Por qué? Y el niño de apenas 11
años le dijo, mamá, tú conoces a mi amigo Eddy y yo te había contado que
su mamá estaba muy grave en el Hospital de Sullana, prácticamente
estaba desahuciada. Pues yo estaba desesperado por la angustia de mi
amigo por la cercanía de la muerte de su madre. Y un día caminando me
pregunté quien es un hombre bueno, quien no hace daño a nadie, quien no
molesta a las personas. Pues Don Pedrito, no había otro. Y me arrodillé
en mi cuarto a la hora de dormir y le recé con todo fervor y le pedí a
Don Pedrito que interceda ante Dios para que se cure la mamá de mi
amigo. Y qué crees mamita, la señora Gracielita se ha curado. Yo le dije
a mi amigo que yo había orado mucho a un santo especial y que él me
había hecho el milagro. La señora Tarcila sonrió con paciencia y le
dijo, ven hijo, mira eso que ha ocurrido se llama coincidencia. Yo estoy
de acuerdo con que Don Pedrito es un hombre bueno pero de allí a que
sea un santo hay una gran diferencia. Además está vivo, ese es el
principal inconveniente. No existen santos en vida, salvo el Papa, los
obispos, los párrocos. Carlitos nunca quedó convencido con esa
explicación. Había un tremendo problema, él rezó y el problema se
solucionó. ¿Dónde estaba la coincidencia?
Carlitos se lavó las manos y se sentó a la mesa para saborear el manjar que había preparado su mamita para él.
La
señora Tarcila se quedó pensando en el tema. Después pasaron los días y
continuó la rutina. En pocas semanas la señora Tarcila tuvo entre manos
un problema muy grande, había confiado en una vecina, la señora
Mechita, amiga de años y le había dado en préstamo un capital que
representaba sus ahorros de muchos años. Ella la había convencido que
ese dinero le reportaría pingües ganancias en un plazo máximo de 7 días.
Tarcila estaba desesperada, ya habían pasado 15 días de ese pacto y la
señora Mechita había viajado a Lima y no regresaba. En una noche de
pesadumbre se arrodilló (después se arrepintió no de sus pecados sino
del dolor de rodillas al levantarse) y le rezó a Don Pedrito con aquel
fervor febril de los acreedores. Pidió que aunque sea le devuelva el
capital que no importaban los intereses. Sintió vergüenza por ello, pero
se dijo a sí misma, no pierdo nada. E increíblemente, al día siguiente,
la señora Mechita se apareció con el dinero y con sus intereses de
ganancia y se disculpó por la demora. Tarcila empezó a dudar y a tener
fe.
No quiso contarle a su hijo esa
otra coincidencia porque consideró que estaba en formación y esto podía
ocasionarle desconciertos en su fe católica, pero sí se lo contó a su
comadre Juana. Ella la escuchó atentamente los dos testimonios y le
dijo, no sé que pensar, una coincidencia pasa pero dos, además, cien por
ciento de efectividad. Tarcila no reparó que contarle a su comadre era
igual a publicar la noticia en los diarios o propalarla por la radio. La
noticia cundió en la ciudad. Algunos se reían pero otros lo tomaron más
en serio e incluso se persignaban al pasar frente a la puerta de la
casa del nuevo santo.
Don Pedrito
continuó con su rutina, lo veían pasar a las 6 y 30 de la mañana rumbo a
la iglesia para asistir a la misa cotidiana de las 7 de la mañana. A
todos los saludaba con su clásico “buenos días de Dios”. Comulgaba
diariamente, al salir compraba su pan en la panadería “tres estrellas” y
se recluía en su casa. A mediodía le traían un almuerzo del café Grau. Y
después no se sabía de su existencia. La gente especulaba. Seguro que
para rezando. No se le conoce pareja, ni vicios. No hace ruidos, se ha
aislado del mundo pecador. Si no es un santo, le falta muy poco.
En
los siguientes días se acercaron a casa de Tarcila otras personas. Don
Julio le dijo, he vuelto a tener noticias de mi hijo después de un año y
estoy agradecido a Don Pedrito. Ahora sé que mi hijo está bien de
salud. Doña María le dijo, a mi mamá la han operado y le pedí a Don
Pedrito que salga bien de la operación, y felizmente ha salido bien.
Doña Gilda pidió algo más modesto, que su hija salga invicta en las
notas del colegio, es decir que no tenga cursos desaprobados y la
jovencita salió con buenas notas. Y los ecologistas como Don Mario
pidieron que no haya diluvios como hace 2 años que causaron grandes
daños y ahora se estaba presentando una sequía, se le había pasado la
mano a Don Pedrito. La ciudad estaba conmocionada y la noticia se estaba
regando como música de zancudos.
El
padre Firmato en la homilía del domingo aprovechó para aclarar que el
asunto de la santidad no es una cosa de juego y que sólo la iglesia
puede dar ese título después de un riguroso proceso. La gente escuchaba
al padre pero no le hacían caso.
Y
llegó un día viernes en que nos reunimos las madres y algunos varones en
el local comunal para tratar asuntos de interés social y para orar en
comunidad. A la hora de rezar, les diré que yo estuve presente. La gente
cada vez daba más testimonios sobre los milagros de Don Pedrito. Y una
señora dijo, amigos Don Pedrito es un santo raro, está vivo. Otra dijo,
pero ya tiene más de 80 años, ya está por morirse. Otra señora dijo,
disculpen, pero yo lo veo paradazo, muy saludable, yo dudo que se muera
pronto. A lo mejor hasta nos entierra a todos. La señora Eduviges, tomó
la palabra y expresó, necesitamos renovar nuestra fe, la burocracia
eclesial y celestial se ha amodorrado, se ha aburguesado. Siempre un
nuevo mensajero, un intercesor avispado necesariamente provocará la
atención, así que nuestro santoral está esperando a un nombre y a un
hombre especial. La decisión es nuestra.
Y
de pronto, una voz tímida propuso la solución indubitable con una
pregunta, ¿y si le pedimos a Dios para que se muera Don Pedrito? Se hizo
un silencio en el local, estábamos presentes casi 100 personas.
Y
el espíritu, se difundió con un hálito de complicidad, de cinismo y de
ausencia total de escrúpulos, y habitó entre nosotros. Y se empezó a
escuchar un murmullo que devino luego en un coro enérgico de preces que
hasta hoy retumba en nuestras conciencias: “Padre nuestro, que estás en
los cielos, santificado…”
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