Alberto recibió la llamada de su amigo Carlos y éste
lo invitó a visitar por la tarde a una de sus farmacias, una más de su
cadena de establecimientos comerciales dedicados a ese rubro, que poseía
en Lima. Conversarían al frío de unos whiskies. Convinieron para las 3
de la tarde. Alberto apagó el televisor, se duchó y se dispuso a salir.
Mariella su esposa le preguntó, a dónde vas, y él le dijo la verdad.
Salió en su auto, puso un disco compacto de Joaquín Sabina, se escuchó
la canción “Más de cien mentiras” y enfiló por varias calles. Lima le
pareció distante y aburrida.
Por fin llegó. Se acercó a la farmacia y
la vió imponente. Estaba ubicada en el distrito de San Borja, donde
moraban personas de clase alta. Lo vió a Carlos y se saludaron
efusivamente. Carlos estaba feliz de lo bien que le iba en los negocios y
en su vida de casado. Alberto le dijo que tenía su último libro de
cuentos en imprenta y que tenía fundadas esperanzas de que le iba a
gustar a la gente. Lo invitó a pasar a una oficina de lunas polarizadas
que ubicada discretamente en un extremo del ambiente de la farmacia,
permitía dominar el escenario y controlar la marcha del negocio. Se
sentaron en unas sillas cómodas muy altas frente a una mesa, muy alta
también y Carlos sirvió dos whiskies para empezar y presentó unos
bocaditos.
En eso Carlos le dice, Alberto, ves a ese viejito que
viene hacia acá, es Don Andrés. Entonces Carlos juntó sus manos
tiernamente, tratando de atrapar a Dios, y le dijo, yo le pido a Dios
que Don Andrés no se muera nunca. Alberto conmovido por la extraña y
piadosa confesión, aunque quedaba la duda de etiquetarla además de
sarcástica, le preguntó sonriendo, porqué. Y Carlos le comentó, cholo,
Don Andrés es un jubilado. Debe ganar al mes unos 900 nuevos soles de
Perú (unos 300 dólares). Y lo increíble es que su día de pago, que
generalmente está programado dentro de la primera quincena de cada mes,
cobra y viene a mi farmacia y gasta el íntegro de su mensualidad en
medicamentos para la hipertensión, para el colesterol, vitaminas y para
la artrosis. Se queda sin ni un solo centavo.
Alberto, comenzó a
entender, ahora sí, el sarcasmo y le dijo, cholo, pero no seas malo,
acaso nunca se te ha ocurrido explicarle a Don Andrés que existen
medicamentos genéricos que son de igual calidad y de mucho menor costo.
Con esa información, el viejito ahorraría y le quedaría dinero para
otras necesidades. Carlos le dijo, ya le he dicho hermano, pero no
entiende, él dice que lo barato sale caro y que lo último que haría es
desacatar una orden médica. Además que no le puedo insistir demasiado
porque le puedo caer pesado y puede terminar comprando todo en la
farmacia de enfrente. Alberto, le dijo, dirigiendo la mirada a
lontananza y soñando ese día, cómo me gustaría tener unos 50 clientes
así como Don Andrés, ya no abriría todos los días, sería un trabajo por
la puras. Esperaría el día de pago de los gerontes, ese día les
invitaría un almuerzo a todo dar y después que me entregaran sus
sueldos, ganaría, en un solo día, 5,000 dólares. Tú sabes que mi
ganancia es 30 % del total. Además, me ahorraría gastos en personal y
otros rubros. ¡ Salud, mi hermano ¡
César, estaba en una zona rural,
en el poblado de Cerro Blanco, situado en la carretera hacia Huaraz, una
bella ciudad de la sierra norte del Perú. Estaba cumpliendo el SERUMS
(el Servicio Urbano Marginal de Salud), que es una obligación para los
médicos peruanos. Al graduarse los galenos están obligados a trabajar un
año en zonas rurales. El villorrio no tenía calles asfaltadas y apenas
tenía 6 manzanas en total, con su Plaza de Armas por supuesto. En el
pueblo se había corrido la voz de que la plaza se llamaba así en honor a
un hijo de Cerro Blanco, Don Francisco de Armas, quien hace muchos
años, inició una travesía a lomo de bestia desde Cerro Blanco hacia
Huaraz, para hacer camino al andar, a la cual llegó después de muchos
días. Lo trágico es que contrajo una fiebre que después causó su muerte.
Y en su homenaje le llamaron a la Plaza del pueblo con su apellido. La
verdad es que esa historia nunca se comprobó ni se desmintió. Algunos
jovencitos del pueblo que ya estaban estudiando secundaria se mofaban de
ese relato y lo llamaban la tomadura de pelo de la historia.
César,
era el médico del pueblo y no se merecía ningún respeto de los aldeanos.
Él nunca se preguntó porqué, solo se acostumbró a sentir el desprecio
cotidiano como una especie de saludo. Él permanecía trabajando de lunes a
viernes en la aldea y los sábados iniciaba la travesía, que equivalía a
una hazaña, hacia la ciudad de Paramonga para no olvidarse de la
civilización. Caminaba dos kilómetros hacia las afueras del pueblo y se
sentaba en un murito, a esperar impacientemente el paso de algún auto,
camión o camioneta para pedir que lo saquen de ese atolladero. En una
ocasión, pasó un camión que llevaba trabajadores de zafra de caña hacia
la ciudad. Paró cerca de él, corrió y le pidió al conductor que lo
lleve. Le dijo, amigo, soy el médico de Cerro Blanco y quisiera que me
lleve, le pagaré. El chofer le dijo que no lo iba a llevar. César, pensó
que era broma, y trató de aclarar la solicitud. Le dijo, disculpe, yo
no deseo que me lleve en la cabina de pasajeros, que dicho sea de paso
estaba vacía, aunque sea lléveme en la tolva de atrás. Y el chofer con
todo el placer del mundo le dijo, no lo voy a llevar. César lo miró
desconcertado, y ese día certificó el odio de los villanos hacia él o
tal vez hacia todos los médicos. Lo volvió a mirar y recordó para
siempre esa cara de sevicia con una extraña cicatriz en la frente que le
cruzaba como un cauce y que le daba un aspecto de maldad que en ese
momento lo graduaba de experto en esos menesteres.
César se lamentó
de estar en esa situación. Y pensó, que huevón, yo pude haberme
exceptuado de este Servicio de mierda, pero quise venir a servir a mi
país y miren el trato que recibo de estos indios hijos de puta. La única
esperanza era que el servicio duraba un año y ya le faltaban tres
meses.
César esperó tres horas a la vera del camino y finalmente un
ingeniero, muy gentilmente, lo llevó en la parte de atrás de una
camioneta y tuvo la brillante oportunidad de sentir el frío (más
¿escalofriante?) de su vida provocado por la velocidad, la tolva
descubierta y la ausencia de abrigo (apenas tenía puesta una chaqueta
blanca de manga corta y muy delgada).
Pasaron los meses y un jueves a
las 4 de la tarde, César estaba leyendo una revista en la sala de
emergencias del Hospital Rural. Y agradecía la experiencia de haber
realizado operaciones como la extirpación de apéndice y alguna cesárea.
Con lo cual ya había salvado algunas vidas.
De pronto se escuchó que
llegó una moto al pueblo y se estacionó frente al Hospital Rural. Bajó
un joven y ayudó a entrar a un señor que caminaba a duras penas. El
joven dejó sentado al doliente e ingresó gritando, doctor, doctor, por
favor salve a mi padre, tiene un cólico que lo está matando. César le
dijo al enfermero que lo traiga en silla de ruedas al paciente y lo
coloque en una camilla. Luego se acercó a atenderlo, el paciente se
retorcía de dolor y un rictus dominaba su cara y la deformaba. El primer
diagnóstico en el que pensó fue apendicitis, que corroboró con un
examen físico y con un hemograma. Se dispuso a operarlo cuando vió lo
inolvidable, la cara de sevicia con una extraña cicatriz en la frente
que le cruzaba como un cauce y que le daba un aspecto de maldad. Y, no
pudo evitarlo, se le acercó y le dijo, amigo se acuerda de mí…haga
memoria… la vera del camino…su camión…el pedido para que me lleve…y su
negativa tajante…Usted tenía la sartén por el mango… El paciente empezó a
sudar frío. Míreme bien, se acuerda de mí ¿o no? Usted …¿nunca se puso a
pensar en la casa del jabonero?... ¿nunca se puso a pensar en que el
mango de la sartén cambiaría de dueño?... ¿no reparó en las vueltas que
da la vida, no? …Mírame bien indio de mierda, ahora ¡¡ Yo soy el chofer
¡¡. Yo solo necesitaba que me lleves a la ciudad y ahora tú solo
necesitas que yo te salve la vida. Que increíble ¿no?... Y a todo esto
…¿qué crees que debo hacer?
Muchachos, si habíamos pensado hacernos
millonarios en unos 10 años, les doy un notición, seremos millonarios en
apenas 2 años, como lo oyen, 2 años. El Dr. Villarreal, director de la
clínica donde trabajaba Javier, apretaba frenéticamente la copa de
champagne y desorbitaba los ojos para empezar a explicar a su cuerpo
médico el camino corto y cómodo hacia lo más parecido a la felicidad,
ser millonarios. Les dijo, muchachos, el laboratorio Tufarm nos vende la
azitromicina a 10 dólares cada tableta. Y Dios nos ha puesto en el
camino a un empresario farmacéutico hindú que nos ofrece la misma
azitromicina a 50 centavos de dólar y me ofrece ponerle un nombre
exclusivo de nuestra clínica para que no se confunda con la azitromicina
que consumen los piojosos en los centros médicos del estado. Y aquí
viene la idea genial que me la ha sugerido nuestro asesor financiero, la
azitromicina se la venderemos a los seguros a 10 dólares cada una. Y
así desfilarán los otros medicamentos, los antibióticos, los
medicamentos para la presión arterial alta, para la diabetes, para el
colesterol alto, para el reumatismo, para la osteoporosis. Nos
llenaremos de plata.
Muchachos, ¡¡ Salud para Todos ¡¡
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