Raquel había perdido la
vergüenza y no recordaba donde la había dejado. Toda su familia
apuntaba a que era en alguno de los casinos que frecuentaba
compulsivamente. Pero ella decía no, fue mucho antes y no fue en un
casino. Simplemente no recordaba y no le interesaba precisar donde
enterró el recato. Su hogar se había destruido, el gran culpable era su
esposo, violento por devoción y casi sádico por vocación. Sus hijos ya
no estaban. Raquel no se diferenciaba en nada de una gran ama de casa
sino porque inició sus vericuetos, que después se enredaron y la
atraparon, en un garito. Las luces, la musiquita, el humo de tabaco que
la asfixiaba, la posibilidad de entablar conversaciones con desconocidos
y asesorarlos, sobretodo cuando se le acababa el dinero y no quería
irse. Darles confianza y poco a poco transformarse en una mujer deseada;
sentir que podía manipularlos e incluso llegar a recibir dinero de
algunos y agradecerles con un beso, que ellos reclamaban con el
pensamiento y que ni siquiera se lo pedían. Ella tomaba la iniciativa,
les agarraba sus manos y sentía sus tremores sexuales.
Cuando entraba
al casino su sangre le hervía, era saludada por casi todos, el pulso se
le aceleraba y los elásticos de su ropaje se le aflojaban. Ella reía y
decía, si supieran en mi casa en la vampiresa en que me he convertido.
Permitía que algunos, solo dos en especial, se le acercaran y la
tocaran, la manosearan, le hablaran al oído. Don José y Carlos eran su
reserva de inmoral para cuando se quedara sin dinero, que era casi
siempre y bien rápido. Su esposo permitía que fuera sola y ella le
pagaba con solvencia, con la mayor deslealtad. Cuando la iba a recoger
la llamaba por celular y estaba pendiente de su llegada para retirarse
discretamente de sus amantes y recibirlo con cariño. Soy la muerte,
decía y sonreía.
Cada vez perdía más y más dinero, el que ganaba su
esposo, el que le enviaba su hijo, el que ganaba ella. Mentía, decía que
siempre ganaba, y alguna vez inventó un secuestro y robo para
justificar la pérdida de una considerable cantidad de dinero. Y se
engañaba diciendo que ella controlaba cuando quisiera esa afición. Se
justificaba diciéndose que cuando sus hijos fueron pequeños se dedicó
enteramente a ellos y que ahora ya podía dedicarse a ella. No supo en
que momento perdió el decoro con Don José. Con Carlos había sido solo
fiereza y descontrol. Un día a las tres de la mañana, ella iba a los
baños del casino, y sintió que Carlos la jaló y la poseyó como toda
mujer hubiera querido, con un deseo inconmensurable. Carlos tenía un
taxi. En él la llevaba a la playa y ella se vendía por 50 soles y se
convertía en su esclava por media hora.
Un día su esposo no fue a
buscarla y le comunicó este detalle por teléfono. Fue suficiente, jugó
hasta la plata del taxi de regreso y cuando se quedó totalmente huérfana
de dinero, se le acercó a Don José y le dijo - putescamente - Pepito, a
qué horas te vas. Don José le dijo, contigo adonde sea y a la hora que
quieras. Coquetamente le respondió, ya pues, Pepito a que hora nos vamos
porque me he quedado misión imposible (en Perú, es una forma de decir
que no tienes ni un cobre). Pero me hubieras dicho pues Raquelita, toma
50 soles para que juegues un rato más. Pero y si viene tu esposo,
inquirió Don José para tener más datos. Ella, para excitarlo le dijo la
verdad, y expresó, hoy día no va a venir, está durmiendo. Don José le
dijo, qué desperdicio, con una mujer como tú, yo ni dormiría. Ella se
sintió halagada. Se pidieron dos tragos y dos más para entrar en calor.
Fue a comprar fichas de juego y Don José le dijo, Raquelita, mi amor,
ven a mi lado porque tú me traes suerte. Ella obedeció. Ahora eran un
tándem. De pronto Don José ganó, la máquina se iluminó y empezó la
fanfarria del vómito feliz. La máquina lanzaba desaforadamente fichas,
fueron 900 nuevos soles y Don José aprovechó para decirle, ya ves
Raquelita, tú me traes suerte y la abrazó, y la besó y ella se dejó
besar y luego lo apartó. Luego Don José le dijo, voy a compartir mi
ganancia contigo porque es justo. Toma 200 soles para ti. Pero
Raquelita, quiero pedirte algo, vamos a celebrar, aquí al costado hay un
snack bar bien discreto. Ay Pepito, tú sabes que soy casada, como me
pides eso. Don José, que ya tenía los espermatozoides en el cerebro, le
dijo, pero si solo vamos a tomar unos tragos. Está bien, dijo Raquel,
pero primero salgo yo y te espero. Raquel salió a lavarse las manos. Y
salió del casino, luego caminó hacia el bar y se sentó en una mesa.
Pidió un trago. Llegó Don José y le dijo vamos al tercer piso, porque
allí funciona una discoteca. Tenemos 700 soles para celebrar nuestra
buena suerte. Raquel se dejó tomar de la mano y apoyó su cabeza en el
hombro de Don José. El la besó tiernamente. Cupido los había atravesado.
Si en el mundo hubiera que buscar el amor, allí estaba. Subieron al
tercer piso y el lugar tenía una parafernalia de caverna y con poca luz.
Raquel apagó el celular, sabía que había cruzado el Rubicón hace rato.
Bailaron una salsa y ella le movió infernalmente las caderas, él estaba
excitadísimo. Luego bailaron una balada y ella sintió el falo de Don
José que pugnaba por abrirse paso de su pantalón. Y sintió su erección
como preludio de un orgasmo. Hace tiempo que con su esposo no sentía ese
tipo de pecados. Don José la rodeó con sus manos y las bajó, le
acarició las nalgas. Ella se juntó a su cuerpo y se sobó, como enemiga,
contra él. Don José llamó al mozo y le dijo, dános una habitación. Ella
se sorprendió y a la vez agradeció que las cosas se dieran tan fácil.
Fueron a la habitación y Don José se volvió loco, la besó hasta el
infinito. Ella fue inmensamente feliz. Don José luego le ofreció su
estandarte que usaba para colonizar tierras extrañas. Ella lo acarició y
lo llenó de los más encendidos besos que hubiera dado. Se sintió una
hembra completamente animal. Había obedecido a sus instintos. El la
poseyó varias veces, y ella gritó, se desgarró. Y juró no dejarlo nunca
más. Finalmente se bañaron, se prodigaron las más tiernas caricias y el
amor surgió solemne, triunfante, más allá de los prejuicios, más allá de
la moral, más allá del alfa y del omega. El amor se había hecho carne y
ya habitaba entre nosotros.
Eran las cuatro de la mañana, debían
irse. Bajaron y cuando se acariciaban en las escaleras tuvieron la
tentación de volver a la habitación para dar rienda suelta a sus más
bajos instintos. Ella le dijo yo voy a salir primero, se encontraron en
la esquina, tomaron un taxi, él la dejó en la puerta de su casa y le
dijo, tengo celos de que tu marido te haga el amor. Ella le dijo, no te
preocupes, él está dormido. Se dieron un beso, de cuento de hadas ya lo
dije, y se despidieron. Ella bajó del auto y entró a su casa. Su esposo
medio dormido le dijo, ¿y mami, qué tal te fue?. Ella le dijo muy bien y
sonrió.