Estaban allí convocados
alrededor del penúltimo lecho, cada uno con su ansiedad proporcional al
grado de hijo que sentían y tenían especial curiosidad por escuchar las
últimas palabras de su querido padre.
Decir que estaban unidos era
una exageración. Pero irónicamente estaban re-unidos y se notaba en sus
respiraciones las inmensas diferencias que siempre los habían
caracterizado y que con el correr de los almanaques se hicieron más
evidentes.
Eran 8, y ahora sabían que eran 4 medio hermanos de los
otros y éstos decían, a su vez, lo mismo. Solamente eran hermanos
perfectamente simétricos : 4 y 4. Su padre habíase casado con una
primera esposa y luego de enviudar decidió reincidir con una fortuna
igual en todo : una esposa y 4 hijos. Estaban allí y no estaban. Los
minutos pasaban y veían a papá que hacía esfuerzos cada vez mayores para
capturar el aire que ellos sabían le estaban robando y de repente lo
veían abrir los ojos y parecía contarlos, recordarlos, vigilarlos.
Sentían el innegable orgullo de ser un número que finalmente integraría
el 8, la tranquilidad penúltima de papá. Estaban seguros de que se
alegraba por la presencia de todos y se disponía a reafirmar su
autoridad, aún despidiéndose. Las salidas honrosas eran su especialidad y
ellos la esperaban, claro que sí.
La ocasión podía calificarse de
ténebre ( sí, se necesitaba una nueva palabra para describirla ). Era el
fin, el olvido, la liberación, la regurgitación de los recuerdos, la
oportunidad de desensuciar la memoria.
Crecieron con el hábito,
implacablemente, impuesto de lavarse las manos. Para limpiarse primero,
para librarse de los gérmenes ( ¿librarse? después aprenderían que se
habían pasado la vida seleccionando a los gérmenes más fuertes ), para
convertir el aseo personal en la obligación moral de cada día. Luego, el
lavarse, constituyó una forma sublime de purificarse; significó acceder
,cada vez mejor , a la metamorfosis diaria, y perseguir inútilmente la
albura. Todos los hijos aprendieron a conocer perfectamente sus manos
antes que sus almas y a restregarse, lograr la eclosión del jabón y el
manar de sus efluvios, producir la espuma, sentir que el agua se
apoderaba de ellos y agradecer el milagro de lo cotidiano de separar lo
artificial de lo natural y nuevamente la fusión, la confusión, como al
principio de los tiempos.
Nadie se atrevió a contradecirlo y por eso
cada vez resultaron los mejores cómplices para recrear la apabullante
parafernalia de lavarse una y otra vez sin ninguna esperanza. Ahora
podían preguntarse si lo que hicieron y lo que no hicieron estuvo bien.
Su
padre sentía un especial placer al observar el espectáculo casero
frecuente de sus hijos despojándose de la sordidez del mundo mediante,
los que consideraba, los dos mejores aliados : el agua y el jabón.
Y
ellos no recordaban en que momento empezaron a odiar los adminículos de
higiene, las toallas nunca secas, el jabón reblandecido, y la sensación
de estar permanentemente vigilados ante cualquier mácula que ultrajara
sus manos para, a continuación, recibir la orden obsesiva de lavarse.
Después se demostrarían para su mínimo equilibrio que no era necesario
lavarse una y otra vez y que si las enfermedades tenían que llegar, pues
llegarían.
Entre las muchas cosas que aprendieron, decidieron no
involucrarse en las situaciones que demandaran decisiones difíciles ;
decidieron también no adoptar responsabilidades y dejar pasar las cosas.
Pero este comportamiento no fue absoluto. Eran grandes muchachos y
abnegadas madres pero conservaban el estigma original, cual pecado
adánico. Hasta podría decirse que eran buenos. ¿ Quién no ha tenido una
marca original, casi bovina, infligida por sus padres ?
En sus
trabajos y en sus casas, recordaban a su padre cuando realizaban el
ritual de la purificación, y si alguna vez incubaron una actitud
subversiva para contradecirlo, tuvieron que tragarse sus palabras cuando
la epidemia del cólera le dió, a su padre, la razón entera y agobiante.
Ese día exclamó triunfante :" Yo les dije muchas veces, lavarse es
salud. Recuerden siempre lo que produce la cochinada". En adelante
debieron lavarse hasta desollarse, hasta sentir la mudanza de la piel
casi horaria, hasta que la epidermis fugara y sintieran un ardor
especial, una nueva forma de sensualidad para relacionarse con el mundo.
Por eso se decía en el barrio, en el trabajo, en las reuniones, que los
Fuentes parecían siempre Nuevos. Nadie conocía la terrible verdad de
repetir este ritual una y otra vez so pena de contrariar al armónico
mundo de equilibrio de su casa cuyo centro de gravedad se había
desplazado hacia su padre y permanecía en él.
Que interesante : Nuevos, con pocas responsabilidades, buenas personas, ilustrados e inteligentes. ¡ Qué bonita familia ¡
Se
dieron cuenta que el cordón umbilical crecía inversamente
proporcionalmente a la distancia que los acercaba a su padre. Y dieron
con una solución : alejarse, frecuentarlo poco. Pero pronto sus parejas y
sus hijos advirtieron que estaban reproduciendo maníacamente en sus
hogares aquello de lo que tanto se quejaron. Recién se dieron cuenta que
no podían escapar, estaban atrapados en la telaraña de la Higiene
Mayor.
Recibieron de su padre, el mayor de los afectos y así lo
trasmitieron a sus hijos. Fueron buenos padres. Pero invariablemente y
sin darse cuenta, recordaban sus propias manos, el estigma, las veces en
que se liberaron embarrándose de la podredumbre del mundo, el jugar en
el fango, los carnavales. Y en el sexo la exploración cotidiana total,
el sonrojo por todas las cosas que habían hecho y el remordimiento por
la probable censura paterna sobre determinado acto no higiénico.
Aprendieron que el fango tiene su atractivo, te ofrece una coraza para
mimetizarte, te integra al grupo y precisamente a ellos les daba la
razón : no enferma, no mata y no ensucia. Apenas embarra.
Y ¡Qué final ¡ ¿ Quién tenía la razón ?
Tanto
haberse lavado para evitar que algo extraño ingresara a su cuerpo ( un
riesgo mínimo ) para terminar compartiendo un extraño aparato de
diálisis ( un riesgo muy elevado ) en el que los residuos de sangre de
una y otra persona se mezclen, es decir cada vez recibir
microtransfusiones de sangre.
¡ Qué irónica es la vida ¡ reflexionó
una de sus hijas. Ahora para vivir, papá deberá ensuciarse internamente,
una y otra vez, y no podrá lavarse. Qué increíble.
Estaban todos
juntos como muy pocas veces, tal vez no volverían a reunirse y
constituían esa mañana un himno familiar. Esperaban la despedida, la
orden, el reproche...Eso era papá.
Y de pronto ocurrió lo poco que
faltaba para que lo quisieran para siempre, la coherencia, el vivir lo
que se predica, la priorización de las cosas aún en el postrer adiós. Su
padre tomó aliento y pronunció, nunca más gravemente, lo que ellos
hubieran querido escuchar : "No se olviden de... lavarse las manos" y
expiró.
alfredo guerrón ojeda.
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