A Felipe, era fácil encontrarlo, con
su cara de circunstancias, sentado -casi con un horario fijo, mañana y
noche- a la derecha del mostrador en la tienda de Don Alberto.
Vivía
en la calle Ugarte en la ciudad de Sullana, una hermosa localidad del
norte del Perú, apenas a una cuadra de aquella tienda. Era amigo de los
hijos de Don Alberto, Wilmer y Miguel. Ellos lo habían recibido hace por
lo menos 6 años como un habitúe que luego se transformó en parte del
ornato de la fonda. Se diría que Felipe era una estatua que había
cobrado vida. Los hijos de don Alberto aceptaron su presencia como la
cuota de solidaridad con el prójimo que todos debemos pagar cada día.
Felipe se sentaba a las 10 de la mañana y servía para conversar, para
ayudar a que pasen las horas y para hacerles bromas a otros pasajeros de
la tienda. Luego, a la una de la tarde se iba a almorzar, y tomaba la
siesta de rigor. Yo debo tener sangre española decía, porque uno de los
mejores inventos del mundo es la siesta. Te ayuda a reponer fuerzas del
trajín de pensar, de vivir. En la noche regresaba a su puesto de
centinela en el mostrador. Parecía un supervisor y los dueños lo
aceptaban así.
Felipe había sido víctima de una broma bastante pesada
por parte de Miguel, cuando recién comenzó a llegar a la tienda de Don
Alberto. Miguel era un buen muchacho pero criollazo y pícaro. Un día
Miguel estaba como burro en primavera después de ver a unas chiquillas
en hot pants que - descaradamente le habían coqueteado y se habían
dejado manosear para ganar algún regalo de su parte - habían ido a
comprar chocolates y el falo le incomodaba, así que se lo acomodó para
el costado izquierdo y se acordó que tenía el bolsillo agujereado en ese
lado de su pantalón blue jean. Se acomodó el falo pétreo dentro de su
bolsillo y hacia arriba, aprovechando el agujero. Y se le ocurrió una
broma bastante cruel, para ello se mojó las manos con kerosene, artículo
que él también vendía. Luego llegaron dos amigos de Manuel que ya
sabían de la broma y esperaron a que venga algún incauto pero conocido. Y
para su mala suerte se apareció Felipe. Miguel le dijo, Felipito, házme
un favor, sácame de mi bolsillo izquierdo las llaves de la vitrina
porque estoy con las manos con kerosene. Y Felipe obedeció. Introdujo su
mano y agarró un ser viviente y lo soltó enseguida ante la risotada de
los presentes. Y le dijo Miguel, no te juegues así, préstame el baño
para lavarme.
Felipe no tenía oficio conocido, ni beneficio decían
las señoras chismosas, que como todos sabemos son las notarios en los
pueblos chicos. Las personas comenzaban a murmurar y le preguntaban a
Felipe su horario de trabajo por incomodarlo pero con él no era. Sus
amigos le aconsejaban, Felipe ya debes trabajar, tienes 28 años y debe
ser incómodo pedir incluso la comida en tu propia casa si es que no
trabajas. Felipe les decía, disculpen pero yo a ustedes no les pido nada
porque se erizan. Por supuesto el primero de mayo lo veían y lo
felicitaban, con un, Felipito déjame darte un abrazo sobretodo a ti, he
venido de lejos solo para rendirte homenaje por el sudor que riegas y
que sirve para fertilizar nuestros campos. Se escuchaban los discursos
más creativos y propicios para la risa y para pasarla bien. Era la
oportunidad para la chacota, la chanza. Y él, impertérrito, sonreía como
burlándose de todos. Cuando habían huelgas le decían, Felipe, se han
olvidado de asesorarse contigo, tú que eres el experto en esos
menesteres por tu declarada huelga indefinida. Pero Felipe ni se
inmutaba, hacía de cuenta que hablaban de otro.
Un día llegó a la
tienda el rumor de que en la carretera a Querecotillo por la curva del
cerro La Nariz del diablo, y a las tres de la madrugada, se había
aparecido un fantasma de mujer a una pareja de enamorados. Los había
asustado tremendamente pero después les había indicado un lugar para una
excavación. Y al hacerla habían hallado unas joyas de oro que los sacó
de pobres.
Ese día en la tienda a nadie le interesó el rumor excepto a
Felipe. Lo escuchó atentamente y puso en práctica un plan. Consiguió
dinero para contratar a un taxista y un miércoles a las 2 de la mañana
decidió ir en busca de fortuna. Paró a un taxista y lo contrató para ir a
ese sitio. El taxista lo vió con cara de gay, porque siempre llevaba
parejas a ese lugar solitario y no a un hombre, y para aclarar el tema
le dijo amigo, yo respeto las preferencias personales pero esa nota de
arrumacos entre hombres no va conmigo. Felipe se sorprendió de la
suspicacia y luego se río. A continuación le dijo al taxista, no, no
pasa nada, solo quiero el servicio de taxi. Así que acordaron el precio
por una carrera ida y vuelta, que no era poco porque el sitio quedaba a
15 kilómetros de Sullana y la hora era especial. Iniciaron el recorrido y
después de unos minutos llegaron a la curva. El cerro La Nariz del
Diablo no era tan alto pero al recordar su nombre se persignaron y lo
vieron imponente. Felipe le dijo al taxista, espérame unos 15 minutos y
luego me llevas de regreso. Se armó de valor porque era consciente de
que él valía muy poco, y se adentró hacia la oscuridad. Sacó un rosario
de su bolsillo y lo cogió con las dos manos. El viento ululaba glacial,
la noche era lo suficientemente oscura para amedrentar a los valientes y
Felipe no era propietario de esa virtud, así que sentía escalofríos por
cada paso que daba. Y de pronto algo se movió entre unos arbustos y
salió despedido. Se movieron las ramas y liberaron a una pareja de búhos
que habían sido distraídos en su romance melánico. Alzaron vuelo y se
perdieron. Felipe resopló y agarró fuertemente el rosario. Avanzó con
más cautela, y en la oscuridad se imaginaba formas pero no había
contacto. Continuó, tropezó con algo y cayó al suelo. Tocó a tientas y
reconoció el esqueleto de algún animal o de un humano. No tuvo tiempo ni
la valentía para disipar la duda. Sudaba frío y estaba a punto de
rendirse. Se incorporó y caminó unos pasos y de pronto en el horizonte
cercano que marcaba una hondonada vió un resplandor y vió elevarse una
especie de sotana blanca que se paró frente a él como a unos diez
metros. En la oscuridad de la capucha que dominaba la sotana le pareció
ver a una mujer muy triste. Y de pronto escuchó: Feliiiiipeeeeee, a
quéééé has veniiiiiido. Felipe antes de desmayarse tomó aliento y le
dijo, Animita, anini mimita, quiero plata, dinero. Y el espectro, como
son los de su especie, que todo lo saben, le dijo, Trabaaaaja
Feliiiiipeeee.
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