Siempre me
gustaba salir a trabajar con la camisita limpia, era la del colegio.
Pero esta vez se estaba acabando el jabón, mamá había decidido que
primero era asearse y mejor era lavarme la cara. Mis clientes sí iban a
disculparme la camisa un tanto sucia pero creo que no, la cara. Mamita
me despertó para desayunar, estábamos de vacaciones y se acercaba
Navidad. Les digo de paso que para mí, mi mamá es exactamente el amor de
Dios, ni más ni menos. De mi papá nunca les voy a hablar porque cuando
lo recuerdo me pongo muy triste y se me hace un nudo en la garganta,
sólo tengo los peores recuerdos de él y más vale olvidarlo para siempre.
Cuando
nos reencontramos con mi mamá en la noche ella me hace cariños, me pasa
sus manitas por mis mejillas y me dice que me quiere y eso es lo que
más me alegra el corazón y hace que recuerde que quiero convertirme en
el mejor lustrador de zapatos del mundo para comprarle una casita a ella
que se lo merece.
Antes
de salir me alcanzó un tecito que sabía a todo el amor del mundo y un
pancito de ayer. Luego ella dejó a mis hermanos menores en el "huahua" y
se fue a lavar ropa . Yo soy el hijo mayor, ya voy a cumplir 8 años.
Mamá me dijo, anda hijito a ver si conseguimos algo de platita. Y salí
con mi cajita de lustrar zapatos, que a esa hora no me pesaba nada. Me
subí a un ómnibus y le rogué al
cobrador que me aceptara la única riqueza de que disponía en ese
instante, 20 céntimos. Dios le tocó el corazón y así pude llegar a mi
destino, el centro de Lima.
Me
bajé en la avenida Abancay y le ofrecí a Diosito mi trabajo del día,
como me había enseñado mi mamá. Me acerqué a una pared y revisé mis
materiales, la caja de lustrar estaba buena, los betunes ya estaban por
acabarse, el trapo estaba bueno, el tinte estaba a medio terminar, pero
lo que sí me entristecía era la escobilla que estaba raída y parecía muy
viejita. Pensé que no debía perder tiempo y trabajar lo más pronto
posible porque en los siguientes días tendría que hacer gastos extras
para reemplazar mi material y a lo mejor no quedaba nada para ayudar a
mi mamita.
Fui
a la salida de un banco y un caballero aceptó mi pedido de embellecer
sus zapatos. A mí me gustaba lustrar, transformar unos zapatos sucios en
el orgullo de cada quien. El cambio era espectacular. Los señores se
acercaban a mí un tanto
avergonzados por sus zapatos sucios y luego los veía alejarse felices y
yo, modestamente, había contribuido con mi granito de betún a esa
alegría. Empecé con el caballero, el primero de la jornada, lustrando,
primero para sacar la tierra y veía a mi escobilla gastadita y me daba
pena y pensaba que fuera que alguien me regalara una nueva. Luego
embadurnaba con betún primero un zapato y luego el otro y finalmente
sacaba brillo nuevamente con la escobilla que cada vez me entristecía
más. Para el final reservaba la maniobra que me habían enseñado los
capos, que decían que el secreto de una buena lustrada era finalmente
hacerles cosquillas a los zapatos con el trapo de franela y que se
rieran dejando escuchar el "chuic,chuic,chuic". El señor me dió un sol
en vez de 50 céntimos y miré hacia el cielo y agradecí a mi diosito de
siempre. La mañana pintaba bien. Seguí caminando por el jirón Carabaya y
el olor a comida me distraía y me decía ojalá que consiga algo más para
la comidita de mi madre porque la veo cada vez más flaquita y tengo
miedo de que le pase algo. La gente entraba y salía de las tiendas,
compraban lindos regalos, se acercaba Navidad.
De
pronto una dama, con dos casi jóvenes, me pidió el servicio. Que suerte
que habían salido con zapatos. Han de saber que la abundancia de
zapatillas está a punto de arruinar mi sueño de convertirme en el mejor
lustrador de zapatos del mundo y ha hecho que mi horario se haya
extendido. Ahora, trabajo de 9 de la mañana hasta las 6 de la tarde. El
que inventó las zapatillas seguro que odiaba a los niños como yo porque
nos arrebató poco a poco nuestro trabajo. Decía que les lustré a los
dos, casi jóvenes y escuché que le preguntaban a su mamá porque un niño
tan menor tiene que trabajar. Pues porque soy responsable, en vez de
estar jugando y perdiendo el tiempo, yo ayudo a mi mamita y a mis
hermanitos. Que cosa ? No faltaba más. Las medias de los jóvenes eran
muy bonitas y me cuidé de no ensuciarlas. Me pagaron y luego me
invitaron un jugo de frutas y yo pensaba, quisiera llevármelo a casa
para compartir un poquito aunque sea con mi mamá y con mis hermanitos.
Pero al final me lo tomé, ya no gastaría en mi almuerzo.
Entré
a la Plaza de Armas, mi caja de lustrar ya me pesaba más y me dolía un
poquito la espalda y me daba ánimo diciendo para mí, Raulito ya
comienzas con tus engreimientos. La Plaza lucía el arbolito y un
nacimiento. Y pude lustrar varias veces ( había sido un día muy
provechoso ) y cada vez que lustraba, trataba de disimular la vejez de
mi escobilla porque sino me daban ganas de llorar. Caminé por el jirón
De la Unión y ví los helados, hacía calor, con un sol que me abrasaba y
me abrazaba, quería un helado, pero no quise ser egoista, y pasé de
largo.
Casi
al final del día le ofrecí mi trabajo a otro señor, aceptó y decidí
hacer mi obra maestra del día. Me concentré y agradecí a Dios por mi
última lustrada del día y por mi linda familia; y lustré como se debe,
como me había enseñado mi primo. Al final los zapatos del señor no
parecían, eran nuevos, ese milagro lo hacía yo muchas veces. El señor me
pagó 2 soles.
Doblé
por la avenida Emancipación y entonces le pedí un regalo de Navidad al
niño Dios, una escobillita nueva, lo único que te pido diosito. Ya eran
las 6 de la tarde y me regresaba a casa, y de pronto ocurrió el milagro,
el verdadero. Pasaba cerca de unas bancas del ornato de la avenida y
descubrí a un trabajador de la municipalidad que con un rodillo estaba
pintando las bancas con pintura marrón y saqué mi escobilla y le pedí
que me la pintara. Aceptó mi pedido, tomó mi escobillita y poco a poco y
con gran cuidado empezó a pintarla hasta que terminó. Y de pronto, mi
escobilla se convirtió en nueva . Tendrían que haberla visto. Les juro
que fui muy feliz. Le agradecí y me quedé esperando a que secara la
pintura y profundamente agradecido me pregunté...¿ cómo no iba a creer
en el niño Dios ?
(alfredo guerrón).
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